miércoles, 18 de marzo de 2009

Ensayo cuentista tropical .

"No nos van a detener"
Por Bachi. 06-2008.

El siguiente texto es de la autoría de Francisco J. Cappellotti, alias Bachi, quien en junio del 2008 escribió el siguiente cuento, precedido de un ensayo, el cual versa sobre como es tomada la música tropical y la música sudamericana en una nación, en la cual constantemente atentan contra nuestra identidad continental.
El cuento es tomado como referencial, ya que en ese momento histórico Alberto Castillo, y otros tangueros como Feliciano Brunelli, y Enrique Rodríguez, comienzan a popularizar un género nuestro como es el tango llevándolo al interior. Este proceso de valorización de lo popular, dado en ese período permitió que las orquestas típicas incorporen otros géneros a su repertorio (chamamé, paso doble, tarantela, etc.) , lo cual fue el primer acercamiento entre géneros diversos. Esto permitiría que luego otras orquestas y músicos provenientes de estos ritmos, le dieran una nueva vuelta de tuerca a la música, creándose en Córdoba, los primeros pasos del Cuarteto, y dándose de esta manera el primer hito de acercamiento hacia la música tropical en nuestro país.

Este cuento expone una mirada sobre como es vivido lo popular por el pueblo argentino, y como es tomado por un sector de la población que basado en el autoritarismo y la arrogancia intenta borrar todo rastro originario de nuestra población, sometiéndonos cultural y políticamente.

"El monstruo contagia alegría".

Las luces se apagan, el salón espera expectante. Una multitud de trabajadores aguardan la alegría, esa alegría con la cual se siente identificados. Él, el prodigioso cantor, recorre los barrios bajos con su música, y, ahora, es el turno del excluido conurbano. Él, un médico aristócrata, se siente parte de aquella clase trabajadora, de aquel sector marginado, de aquella alegría que brota a cántaros cada fin de semana. Esa clase que, de la mano de Perón, construyó su identidad y dignidad. Ahora, un haz de luz ilumina el centro del escenario, de fondo comienzan a repiquetear los tambores, las luces se encienden, una lluvia de papel picado estalla en los aires. La fiesta del monstruo ha comenzado. De pronto aparece él, manejando el escenario como ninguno, moviéndose al compás de la música. Viste traje cruzado, de tela brillosa, bombachas de campo. Un pañuelo colorado, de cuatro puntas que sobresale por el bolsillo de la chaqueta, adorna aún más aquella extravagante fisonomía. El cigarrillo reposando en sus labios; el humo caminándole la cara. La multitud comienza a bailar al igual que los bailarines y morenos que circundan al esperpento cantor. Los tambores se agitan con mayor frenesí, el bandoneón entra en escena, la familia entera desborda alegría.


Entonces, él, que maneja el escenario como ninguno, toma el micrófono y comienza con su original repertorio:

Prepararse pa´l candombe
Que la fiesta va a empezar

Que el tambor salta mandinga
Nos llama a candombear
Endiablados están los negros
De tanto repiquetear
Ya las lonjas bien templadas nos invitan a bailar

Ahora sí, se podría decir que aquel club social de barrio, adornado de fotos de Perón y Evita por todos lados, con guirnaldas y piñatas surcando el aire, es la alegría por antonomasia. Las morenas, ataviadas de plumas, sombrillas y exuberantes polleras, dominan el escenario. Los morenos continúan dándole a los tambores. Él, el cantor renombrado, esboza una sonrisa y vuelve a tomar el micrófono. Ahora, mientras hace vibrar a la gente, dice:

Ay, morena movéte un poco más
Multa de fuego vamo´a candombear
Que tu cuerpo es una brasa
Y es quererte enamorar
Y tus ojos dos candelas
Que mi vida alumbrará.

Las parejas se besan en el centro de la pista, los hombres hacen revolotear a sus mujeres. Los niños corretean de un lado a otro. Muchos otros toman algún vino, juegan al martillo, al palo enjabonado, tal vez a tumbar la lata. Todos al unísono parecen gritar una palabra, “Alegría Popular”. El cantor sigue riendo, sigue cantando. Hilvana dos, tres candombes más de su inagotable repertorio. Finalmente llega el intervalo. Entonces, nuestro cantor, se pone algo melancólico. Es la hora del tango, ese tango con el cual él se nutrió desde la más temprana edad, se está yendo a pique como el mismísimo Titanic. Por eso, algo triste y desvariada, la orquesta comienza con el dos por cuatro. Por su parte, los morenos y sus tambores, se han ido retirando del escenario. El cantor infla el pecho, acomoda los cabellos engominados que, por el frenesí del baile, se encresparon, y entona las primeras estrofas de aquella memorable canción que dice: ¡Qué saben los pitucos, lamidos y shushetas! ¡Qué saben lo que es tango, qué saben de compás! Aquí está la elegancia. ¡Que pinta, qué silueta! ¡Qué porte, qué arrogancia! ¡Qué clase pa bailar!

En el centro de la pista, las parejas más grandes dibujan numerosos ochos sobre el suelo, mientras la sangre sube al ritmo del compás. Sin embargo, algún que otro pseudo pituco, infamado por aquellas estrofas contundentes, comienza a alborotar la fiesta. Enfrascado en su traje de seda, hace profusos aspavientos y discute con algunos parroquianos. Los golpes de puño no tardan en llegar, las mujeres miran sorprendidas, tomándose la boca. Por los aires, vuelan botellas, insultos, numerosas invectivas. La música se acaba, mejor dicho el tango se acaba. Alberto Castillo ve el escenario de combate como una inminente premonición. Entonces, niega con la cabeza y voltea algo abatido. Porque, pronto, muy pronto, numerosas bombas libertadoras, acabarán con la “Fiesta del Monstruo”.



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